Siempre nunca igual
Por Julio Ceballos*
Artículo publicado el 19/07/2023
Regresar a China es regresar siempre a otro lugar.
Uno de los clichés más habituales a la hora de describir las dinámicas que caracterizan al mercado chino es el de que sus consumidores adoptan muy tempranamente cualquier nueva tendencia, moda o marca. Eso explica, claro, que sean también muy desleales a marca alguna pues prima la lógica de que “todo lo nuevo es siempre mejor”. Mejor y más libre. No es un mero juego de palabras: en la mentalidad china, lo viejo queda impregnado de la energía de quienes lo han usado. Así, las casas quedan empapadas de los espíritus de quienes las han habitado, del mismo modo que las barajas de naipes quedan cargadas por la suerte (buena o mala) de quienes han estado jugando con ellas. Por este motivo, regresar a China siempre es regresar a otro lugar. Una experiencia a veces agridulce pues hay pocas sensaciones tan agradables como reencontrar intacto lo familiar; las referencias conocidas a las que uno ancla sus recuerdos.
Teniendo en cuenta que la población china se ha duplicado desde la llegada del comunismo al poder, la arquitectura tradicional china no podía dar acomodo a semejante aluvión de gente. Sin embargo, con criterios a menudo más económicos, comerciales y turísticos que preservacionistas, se ha hecho una reurbanización “simbólica”, protegiendo sólo algunos elementos identitarios que no suelen lograr conceder al nuevo conjunto una sensación de verdadera autenticidad. El resultado resulta, a menudo, poco creíble. A ojos occidentales. Y esta matización es crucial porque en Occidente valoramos lo antiguo por su aspecto vetusto. No basta con que algo sea viejo, tiene además que parecerlo: es primordial que el trabajo del tiempo haya hecho mella en lo observado, precisamente porque esa pátina deslucida y el correspondiente polvo acumulado son el indicador más claro del peso de los años transcurridos. No así los chinos. Esta misma semana he visitado un templo que, con 150 años de historia en el corazón de Shanghai, ha estado los últimos dos años en “remodelación”. Una vez retirados los andamios y redes de obra que lo cubrían, el resultado es, como mínimo, chocante: ¡prácticamente todo es nuevo! Las propias esculturas de los budas dorados casi parecen oler a plástico recién fabricado. Los brillantes colores de las tejas, las vigas o las baldosas resplandecen con el fulgor de lo recién estrenado. Los visitantes chinos están encantados: su percepción de la nostalgia y el apego a las cosas viejas es muy diferente a la nuestra. No sólo el pasado reciente es algo que no les gusta revisitar (pues en China, a menudo, los “mañanas” han sido bastante más halagüeños que los “ayeres”), sino que, haciendo gala de su proverbial pragmatismo, saben que es mucho más barato hacer tabla rasa (demoler y reconstruir de nuevo con aspecto semejante al original), que conservar. Además, es fácil ser nostálgico cuando uno no vive en esos barrios tradicionales donde las condiciones higiénicas y constructivas de mucho de cuanto se derriba son a menudo penosas, con letrinas y lavaderos de uso comunal o instalaciones eléctricas peligrosas y no adaptadas a las necesidades del siglo XXI. Prueba de ello es que la mayoría de quienes allí habitan, se marchan felices de dejar atrás condiciones de vida paupérrimas, en viviendas minúsculas infestadas de insectos y roedores.
El problema no es sólo cuánto se derruye y cómo se reconstruye después, sino lo que viene a ocupar esos solares tras demoler los barrios tradicionales (con o sin valor histórico): una retahíla de centros comerciales insustanciales, urbanizaciones de lujo sin carisma, franquicias de marcas globales, comercios de comida basura, tiendas de baratijas y modas pasajeras y, en fin, un sinfín de no-lugares sin rastro de la vida vecinal previa, genuina e irreplicable, a cambio de un barullo turístico y consumista, indistinto al que uno se puede encontrar en cualquier otro lugar del orbe. Pese a la modernidad de la recreación o la reurbanización, no es necesariamente más habitable un futuro de comunidades desestructuradas, viviendas apiladas en altura, parques desangelados, shopping malls anodinos y, en fin, una ciudad repleta de no-lugares. No hay que ir muy lejos para encontrar buenos ejemplos de reurbanizaciones acertadas: un vecindario medieval restaurado exitosamente con fines turísticos es el muy sevillano barrio de Santa Cruz que, a principios del siglo XX, era un lugar inmundo, sin alcantarillado, alumbrado ni acerado, aislado de la ciudad por la muralla y reconvertido hoy en un polo turístico (pero aún habitado y no demasiado colonizado por marcas globales).
Aunque yo no soy chino, la mayoría de mis grandes recuerdos en China (a lo largo de casi dos décadas) habitan lugares que ya no existen en ciudades transfiguradas. Así, tras meses fuera del país, deambulo los primeros días por sus calles entre taciturno y desorientado, confundido y atónito. Como si todo lo que recuerdo hubiese sido un sueño. Todo este asunto, evidentemente, debería resbalarme pues, al fin y al cabo, este no es mi país ni estas son mis ciudades. Tal vez sea que los recuerdos (esos sí) son míos y la memoria juega un papel clave en la construcción de nuestra identidad. O, en cambio, que este país con su vertiginoso ritmo de transformación me está convirtiendo, prematuramente, en un nostálgico.
*Nota: Las ideas contenidas en las publicaciones de Cátedra China o de terceros son responsabilidad de sus autores, sin que reflejen necesariamente el pensamiento de esta Asociación.
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