Covid-19: Metáfora de una brecha cultural
Actualizado: 24 jun 2022
Estos días no se habla de otra cosa: coronavirus. Los mundos de sentido que el ser humano va creando cuando vive en sociedad son biomas compuestos de cuatro dimensiones: los actos de fe o convicciones, los mitos, los ritos y la moral. Esta metáfora es útil para comprender la que hasta ahora puede ser reconocida como mayor crisis del tercer milenio. Será interesante hacer un análisis de cómo Occidente ha ido procesando este trance en cada una de esas dimensiones, al tiempo que se subraya la existencia de una brecha cultural con Oriente y se proponen modos más genuinamente globales de afrontar la pandemia de la COVID-19. Además, dado que el que esto escribe está confinado en España, me permitiré emplear la referencia a este país y a sus gentes como muestra de lo que en buena medida cabría decir de muchas otras naciones representativas del mundo occidental.
Convicciones
El primer objetivo bastante lógico que mucha gente se ha ido fijando desde marzo de 2020 en Occidente es tratar de resistir empezando por dar plena credibilidad a la gravedad de la crisis epidémica, porque carecer de esa conciencia podría añadir, en todos los niveles, pérdidas aún más serias que las que ya vayan a ser inevitables: desde una multa, hasta la quiebra de relaciones profesionales, pasando por la pérdida de alguien cercano y querido. Es el tipo de metanoia o conversión colectiva con la que siempre han fantaseado los profetas de calamidades. No es extraño que, al menos en unas primeras fases, personas e instituciones varias pasen de una increencia socarrona o camuflada bajo la túnica de la prudencia, a un celo vehemente en la expresión de su conversión a la seriedad del virus. El mundo occidental rebusca atónito en los baúles de sus hemerotecas más vetustas para encontrar un paralelismo que ayude a este cambio de mente. Cada vez más gente en Occidente se atreve a usar el antiquísimo término “peste”, del latín pestis, porque cuando la capacidad de prognosis es demasiado limitada como para sentirse seguro de la eficacia que tendrán las medidas que se van tomando, acudir al acervo de experiencias consignadas en la historia a la que uno se siente perteneciendo, es una de las alternativas para combatir un tipo de ansiedad que puede ser muy dañina para la psique. Se trata también de incidir en los recursos –no importa si exitosos o no- de la propia tradición para poder también convencerse de que, lo que ya se cree que está sucediendo en el presente, lo va a seguir haciendo hasta que no se desarrollen tratamientos más efectivos, incluida la distribución masiva de una vacuna. Solo un tal acto de fe permite la satisfacción si, en efecto, uno se ha precavido bien para el futuro, o el consuelo si, a pesar de todo, la desgracia llama a la puerta; la desgracia sin fe engendra sinsentido. Pero los actos de fe que generan consensos sociales pueden aún construirse desde el exclusivismo o desde la apertura al diferente; pueden, como analizaba Popper, construir sociedades abiertas o cerradas.
Las formas de desacreditación de lo que, entre enero y febrero de 2020, fue percibido por muchos medios y personas en Occidente como una excrecencia de creencias autoritarias orientales en la lucha contra “su” virus, pasaban por diferentes estrategias o prejuicios más o menos inconscientes, como el sembrar la duda metódica de que hay ciertos países que no son de fiar, el reivindicar que Spain is different (con sus diferentes reverberaciones francesas, inglesas, etc.), el insistir en emplear la gripe como analogía básica que explicaba bien el descontrol de la situación en China o bien la paranoia colectiva de su reacción exagerada, o incluso como el expresar directamente displicencia xenófoba desde la comprensión de que la diferencia que el otro encarna es una ofensa suficientemente grave en sí misma como para merecer calamidad y para desmerecer compasión. Sin embargo, una convicción madura respecto a la seriedad con la que ha de afrontarse una epidemia, ha motivado en países y regiones como China, Corea, Taiwán, etc., no solo una reacción satisfactoria en su propio entorno, sino también una ola de empatía ciudadana para con la actual situación calamitosa de Occidente. Hay dos elementos destacados que configuran este acto de fe anti-pandémico oriental: en primer lugar, la convicción de que carecer de determinación en el tomar medidas severas –cuando aún hay tiempo para no sumirse en el caos- no solo implicaría un mayor coste de vidas, sino también un mayor coste económico y mayores problemas sociales en el medio plazo; en segundo lugar, la concepción de raigambre taoísta (y anti-maquiavélica) del “cuidar la vida” (养生) que les ayuda a tener las prioridades claras y alienta una cultura de la precaución en el no enfermar. Sería razonable poder sugerir aquí que, en esa transición brusca de un acto de fe que genere nuevos consensos en el cuerpo social para mantener a raya el virus, las convicciones de las gentes de Oriente pudieran ser escuchadas más profundamente. ¡Cuánto podría en esta hora aprender Occidente de esta fe contrastada y madura de los cuerpos sociales de Oriente, antes que acudir a referencias en gran medida obsoletas de la historia local! Este trasvase de fe nunca se da como algo inmediato ni sencillo, pero puede acontecer cuando hay disposición a escuchar, deseo de enriquecerse de lo que el otro puede aportar y proyectos comunes donde pasar tiempo juntos.
Mitos
El mundo post-COVID-19 tiene también necesidad de insertar esas experiencias “metanoicas” por las que se arriba a nuevas convicciones personales y grupales en nuevos marcos narrativos que ofrezcan modelos de comportamiento en sociedad. Me refiero a los relatos de sentido que proporcionan orientación y valor a la existencia humana, en consonancia con el consenso de los actos de fe de muchos. Cuando una tradición viva va creando nuevos mitos lo hace desde herencias y lenguajes comunes. Como recuerda Mircea Eliade, el mito –típicamente- cuenta una “historia sagrada” que ocurrió en una fase primordial y eventualmente fabulosa: el tiempo prístino de los orígenes. No es pues extraño que vayan surgiendo toda una pléyade de teorías de la conspiración de laboratorios secretos, junto a reportes fehacientes de pangolines y seres de la noche, y que grandes aparatos gubernamentales y propagandísticos compitan por las grandes narrativas donde se reparten los papeles de héroes y villanos cósmicos. Se están generando, especialmente, mitos de cuño anti-chino y anti-estadounidense que se refieren a los grandes eventos de los que comenzó a emerger un nuevo mundo; Europa recibe masivamente la influencia de la maquinaria mediática estadounidense y, por tanto, recibirá relatos variados fruto del pluralismo de EE. UU. Con todo, algunos pueden acabar provocando un particular sentimiento anti-chino en Occidente que, como los mitos, se transmitirán de una generación a otra. En paralelo a esto, no obstante, la debacle de la gestión de la pandemia en países representativos de Occidente generará también relatos ascéticos de auto-atribución de culpa, de forma que, paradójicamente, cuanto más trágica sea la cifra de fallecidos, menor peso tendrán los mitos donde China es el malfeitor universal. Cabe desear que, según la teoría de Kübler-Ross para las fases de un duelo, los cuerpos sociales de Occidente puedan transitar desde la negación hasta aquella aceptación de la que pueden surgir consensos con las sociedades de Oriente, a través de las fases de la ira, la negociación y la depresión.
El mito es siempre “verdadero” en el sentido de que explica cosas que son experiencia común de toda persona: por qué vivimos así, por qué creemos esto, por qué obedecemos a cierta autoridad, etc. Sin embargo, en todo este maremágnum, habrá mitos que, si bien serán narrados para explicar cómo son las cosas, en diferentes ámbitos del cuerpo social no pertenecerán a la esencia de “quiénes somos”; serán pues considerados “falsos” y, en el peor de los casos, “bulos” que incluso llegan a comprometer la eficacia del relato que nos configura como grupo. Los mitos, independientemente de su carácter más o menos “inventado” o “basado en hechos”, son narraciones “construidas” que recrean el cuerpo social. Son historias que se refieren a cómo las cosas han llegado a ser como son, en virtud de la mediación de seres sobrenaturales o tocados por un halo extraordinario. En este caso, esos seres míticos serán todos aquellos que se hayan sentido dando de sí cosas de las que no se creían capaces. En España, los moldes de una sociedad, una cultura, un sistema sanitario, de todo un estilo de vida están siendo violentamente presionados hasta límites que solo aguantarán el desplome a costa del precio de la vida y la angustia de muchos, así como de la extenuación de los profesionales sanitarios, héroes de trinchera que cuidan a los más enfermos. Estos titanes de la pandemia, en Oriente y Occidente, especialmente aquellos cuyo corazón deje de latir, se convertirán en figuras de referencia indefectibles en los relatos de referencia del mundo nuevo tras la COVID-19. La mitomanía irá colocando en su lugar propio a personas como Li Wenliang, Spirimán, Zhong Nanshan, Fernando Simón, Chen Jianren, Moon Jae-in, Boris Johnson, Bolsonaro, Trump, Pedro Sánchez, Díaz Ayuso, etc. La presidenta de la Comunidad de Madrid profería palabras ya muy explícitas un 14 de marzo cuando el tono general de los mandatarios en España era aún de relativa contención: “Viene una ola muy fuerte de afectados y fallecidos, va a ser traumático”. Poco a poco fueron el resto de líderes españoles, europeos y occidentales, los que entendieron que no podían quedarse al margen de jugar un papel protagonista en el drama cósmico en curso. Algunos líderes locales de Wuhan que, cual villanos, fueron fulminados por su incompetente gestión de la crisis han recibido ya un papel muy definido; parece que los mecanismos de expiación que tan bien sintetizó René Girard han vuelto a hacerse aquí patentes. La aparición de Xi Jinping, máscara en ristre, paseando por una Wuhan desierta es de esas estampas con un potencial mítico incuestionable, también la del Papa Francisco profiriendo una bendición urbi et orbi en presencia de las piedras de la plaza de San Pedro.
Las claves míticas afectan las condiciones socio-culturales que han posibilitado una eficacia tan diversa en el control de la epidemia entre unos y otros países. Sin embargo, en el caso de los nuevos mitos que provocará la COVID-19 existe también una dimensión doméstica para esta historia sagrada del tiempo primordial: lo que cada persona o cada familia haya vivido en el interior de su morada durante las semanas o meses de confinamiento. La experiencia masiva de confinamiento, que tuvo en Wuhan su icono más inequívoco, posee aquí un potencial creador de un mito de fuentes no por caseras menos insondables que –relativamente a salvo de los intereses espurios de gobiernos y súper-poderes- genere relatos míticos interculturales e interlingüísticos a nivel global. El “así fue hecho durante el confinamiento, así lo hacemos ahora” será un mantra con poder de configuración social. ¡Ojalá surjan de estas experiencias relatos más globalmente compartidos en el mundo que se avecina!
Hasta ahora, Oriente y Occidente siguen conociendo reacciones muy diversas según países o regiones ante la amenaza y devastación de este nuevo coronavirus, el SARS-CoV-2, que causa la enfermedad COVID-19. La República Popular China comunicó a la OMS el 31 de diciembre de 2019 la existencia de unos 40 casos de una neumonía de causa desconocida, pero no fue hasta el 13 de enero de 2020 cuando, ya con el genoma secuenciado y compartido un día antes por China, Tailandia reportó su primer caso. Dos días después, Japón hizo lo propio. El 20 de enero la República de Corea confirma otro caso. Al día siguiente, Taiwán testaría su primer infectado. Los casos de estos cuatro países provenían de Wuhan (China). En el mundo había 314 casos confirmados y 6 muertos por COVID-19.
Al margen de estos primeros casos, el resto de países han tenido relativa ocasión de precaverse ante este virus que, en condiciones sanitarias óptimas, mata entre 5 y 10 veces más que la gripe normal, que es, al menos, el doble de contagioso que ésta y que, en caso de personas con ciertas patologías en la franja de edad de 50 a 65 años, conforme a los datos disponibles, muestra una letalidad aún mayor a la mentada en comparación con la gripe. España reporta su primer caso el 31 de enero, pero no es hasta el 25 de febrero cuando Madrid confirma el primer positivo; ese día había menos de 10 casos confirmados en toda España, con Italia –que hasta el 15 de febrero tenía 3 casos- ya por encima de 300. Precisamente ante este número de casos, un 23 de enero, el gobierno chino había decretado a través de la Comandancia para el Control de Epidemias Pulmonares de Wuhan el confinamiento de la ciudad. Madrid –con la mitad de población que Wuhan- alcanzaba esa cifra el viernes 6 de marzo, pero no fue hasta 9 días después, ante la evidencia del descontrol de las infecciones que –pese a la escasez de tests- arrojaban casi 6.000 positivos en España, cuando se decretó el estado de alarma.
Si todos los países mencionados contaban con los mismos datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y con herramientas institucionales para tratar de precaverse, ¿qué puede explicar que en especial los países de Oriente estén siendo bastante o muy efectivos para confinar al virus, mientras los principales países desarrollados del mundo occidental se hallan confinados por él? ¿Qué puede explicar que para los chinos que vivían en España o para algunos que estamos familiarizados con aquella cultura fuese ya evidente entre el 2 y el 7 de marzo que nos precipitaríamos a la situación actual, cuando tanto el gobierno de España como la inmensa mayoría de la población minimizaban el asunto? Las narrativas, los relatos y los mitos desde luego importan porque permiten interpretar ciertas experiencias y hacen sordo para la escucha de otras. Revelan, pero también velan. Quizá el mayor problema de la segregación nacional de nuestro mundo en vistas a que no se repitan los dramas del presente, reside en que faltan espacios internacionales realmente multilaterales donde narrar y actuar el relato mítico, que es algo esencial para que un relato pueda llegar a desplegar su eventual potencial sanador. El mito necesita un ámbito especial y ritual para ser evocado. Un pacto entre potencias antagónicas por la salud planetaria sería la gran ágora donde poder proferir la rapsodia de la victoria sobre el virus, pero esto solo podrá lograrse limitadamente mientras el idioma del relato sea el inglés. En este sentido, el desarrollo de la inteligencia artificial aplicada a la traducción podrá quizá proporcionar posibilidades para un relato globalmente recibido como propio.
Más allá de la reivindicación de la sanidad pública, los ciudadanos de Europa tendrían que revisar la narrativa que les ha hecho ingenuos e incompetentes para controlar la epidemia. Frente a la embestida del coronavirus, la fe en el consabido músculo del sistema sanitario por parte del Gobierno de España y de la ciudadanía, se ha revelado como una clave cultural insuficiente y hasta supersticiosa sin la compañía de otros elementos. En cambio, realidades de distinto espectro democrático y político como China continental, Taiwán o Corea, por ejemplo, poseen una cultura anti-epidémica que, a pesar de un sistema sanitario comparativamente más deficitario en algunos elementos, está superando la prueba en base a una combinación de competencia gubernamental, tecnología aplicada y sentido ciudadano.
Ritos
En España los días de principio de marzo, eran de un aumento de más de un 30% de casos diarios de COVID-19. La falta de acción en esos cinco días, es comparable a la colisión del que, en vez de chocarse de frente contra un muro a 20 km/h el 2 de marzo, espera a chocarse a 75 km/h el día 7. Si ese día ya no se toman medidas, la pendiente del fin de semana con sus actividades pone a muchos de los ocupantes del vehículo en situación de riesgo mortal. Tratemos de entender un poco más lo que ha pasado desde el análisis de los ritos sociales y también algo del nuevo sistema de ritos que puede ir emergiendo.
Hay que poner en primer lugar en valor la reacción del gobierno y el pueblo chinos –sin que esto suponga minimizar los evidentes errores en la gestión de algunos aspectos muy importantes en diciembre de 2019 en relación con la COVID-19. En la jornada de preparación del día más solemne del año –la víspera de Año Nuevo que en esta ocasión caía en un 24 de enero de 2020- Wuhan es confinada, con lo que millones de personas vieron alterada la celebración del día más esperado. El rito crucial del confinamiento se impuso al rito festivo por antonomasia. No hace falta recordar, en cambio, como la sociedad española se lanzó a las calles y a actos multitudinarios jaleados por líderes políticos de diferente cuño un domingo 8 de marzo, a pesar de que los indicadores ya eran muy preocupantes antes de ese fin de semana fatídico, y a pesar de que el Gobierno del Sr. Sánchez ya sabía que Italia, en vistas de la avalancha de enfermos, había tomado la decisión de confinar Lombardía a partir del 9 de marzo –para lo que hubo que esperar a tener 20 veces más positivos que Wuhan- y también sabía que estaba habiendo un gran flujo de personas desde esas zonas de vuelta a España. Íker Jiménez, que ha sido uno de los periodistas más cabales en el análisis de la creciente amenaza sanitaria, expresaba este proceso en términos de “consigna” de no alarmar. Sea como sea, lo que resulta ilustrativo de esta peculiar “controversia de los ritos” de cariz contemporáneo, es que las reacciones en China y en España fueron diametralmente opuestas. Recuerdo haber seguido la popular gala de Año Nuevo chino desde la radio del coche, el día 24 de enero bajando del trabajo y cómo, en un momento dado, los locutores hicieron una conexión en directo con Wuhan. Allí once millones de personas confinadas seguían desde sus televisores aquella retransmisión cuasi surrealista. De pronto se habían convertido en el foco de toda China, no por su florido festejo, sino por la ausencia de él. Aquella noche, el día más solemne y festivo, prevaleció la resignación y la circunspección bajo una luna abnegada en el Reino del Centro. Sin embargo, en la primera luna llena de la primavera occidental, un 8 de abril, la población de Wuhan salía liberada sin rastro del virus en sus calles. No se trata aquí de evocar escenas conmovedoras, sino de percibir por qué el confinamiento pudo pasar allí a ser el rito preferente ante el que enmudeció toda otra consigna. Hay que hablar aquí del colectivismo propio de Oriente, a saber, ese tipo de mentalidad que ve como razonable el sacrificio del “pequeño yo” (牺牲小我) en pro de la emergencia del “gran yo” (成全大我), donde la persona deviene una parte (vicaria) del sujeto colectivo. Es este un aspecto en el que el diálogo intercultural alcanza sus cotas de mayor asimetría y dificultad, porque la tradición occidental está forjada en las fraguas de la fe judeo-cristiana y helenística con su súper-exaltación del alma inmortal que es principio de identidad, y se hizo filosóficamente madura en los dos impasses violentos del destete de la ilustración europea frente a la madre Iglesia y de la aniquilación del padre a cargo de marxistas, nietzscheanos y freudianos donde el sujeto solo puede concebirse como un continuo de emancipación sin fondo. Pero es que, sobre el tapete de la lucha de especies darwiniana, este virus está devolviendo a la humanidad la conciencia acerca de la estrategia evolutiva nuclear que le ha garantizado la supervivencia en los últimos 300.000 años: funcionar en clave comunitaria. Occidente tiene ahora la oportunidad de no empeñarse en seguir fustigando a Oriente por lo que ha sido una de las claves de su éxito anti-pandémico, sino en sentirse inspirado por el espíritu asiático de sacrificio en pos del bien común y realizar correcciones de base en su deriva individualista. Las escenas de españoles, italianos o chinos cumpliendo el rito diario de salir a la ventana o al balcón para fundirse en expresiones del alma colectiva, marca el camino de lo que supone acompañar sabiamente con rituales de bien común la emergencia de un nuevo mundo. En ese punto, no puede olvidarse la importancia simbólica de otros ritos cotidianos, como los asociados a la mascarilla que se irán introduciendo en las sociedades occidentales. Los sistemas rituales generan fetiches, pero también modos de proceder que expresan valores profundos como el cuidado mutuo, la conciencia de cuerpo corresponsable, la adaptación cabal a las circunstancias.
Moral
El sexto sentido para detectar la ola de una epidemia y la cultura para saber reaccionar conforme a un ethos efectivo, es una dimensión del sentido cívico que las sociedades de Oriente han ido incorporando en su seno de forma redoblada tras la crisis del SARS en 2003. Sin entrar aquí en la pertinente cuestión sobre de dónde pueden surgir este tipo de virus, se ha de subrayar que hay algo, desde luego, relativamente fortuito y contingente en la epidemia que obligó a Oriente a aprender una lección. Con todo, ya entonces se pusieron de manifiesto algunos elementos inherentes a las sociedades de Oriente que permanecen ahora y que les hacen más “culturalmente inmunes” a este tipo de desgracias: En el momento en que los signos de epidemia empezaron a ser irrefutables, los gobernantes se pusieron verdaderamente a disposición de expertos científicos (Zhong Nanshan en China continental, Chen Jianren en Taiwán, etc.) que se sintieron libres para expresar su criterio. De este modo, los asuntos nacionales y los recursos del país fueron reorientados tempranamente al objetivo prioritario de controlar la epidemia –estos dos escenarios se han repetido en 2003 y en 2020. La indeterminación deliberativa provocada por el falso dilema sanidad-economía paralizó en cambio al ejecutivo español en unos días críticos, así como a las élites políticas de otras naciones de Occidente. El hábito de escuchar al “maestro”, al que por definición es competente en una materia determinada, con todas las rigideces y unilateralidades que puede traer consigo, es un principio moral de Oriente que este virus se está encargando de rescatar para el mundo entero. El virus está desenterrando a los verdaderos maestros, capaces de trasvasar experiencias y conocimiento a sus alumnos en cualquier circunstancia. Por otro lado, a buenos maestros, mejores discípulos. Escucho a algunas personas preocupadas por el futuro formativo de la “generación coronavirus”: aquellos muchachos y muchachas que se han visto perjudicados en su ritmo de aprendizaje escolar; pero lo que entiendo que va a suceder, es más bien que la entrada en este nuevo mundo va a suponer un revulsivo para una mayoría de niños y gente joven que se van a interesar más responsablemente por llegar a ser competentes en algo. Porque lo que esta pandemia no perdona es la incompetencia. Y creo que las generaciones más jóvenes van a ser capaces de percibir esto con más clarividencia que muchos adultos demasiado obcecados por sus filiaciones y añosas rencillas. Como decía, es de esperar que la pandemia, tanto en Oriente como en Occidente empodere el sentido moral de las generaciones más jóvenes, cuando vayan dándose cuenta de su ventaja para navegar en el mundo digital frente a generaciones mayores, pues la autoestima que esto genera será humus de valores éticos libres de muchos resentimientos y complejos. Estamos aquí frente a otro tipo de separación de la hasta ahora analizada: no ya geográficamente longitudinal, sino generacional. Cuando la adaptación a –y creación de- un nuevo mundo se torna generadora de nuevos hábitos, las generaciones más jóvenes están preparadas para vivir en ese nuevo ecosistema moral sin añoranzas de un pasado que no volverá.
Otro elemento moral de la “inmunidad cultural” aludida arriba, es la clarividencia de la que la gente hizo gala al mostrarse solidaria con una región determinada y con sus personas de riesgo, según el dicho chino (一方有难,八方支援): “si un lugar tiene dificultad, todos los otros han de volcarse a ayudar”. Muchos recursos de personal sanitario y de infraestructuras se volcaron en Hubei, a la vez que se cerraban las fronteras de la provincia. Desde Occidente este tipo de principios y máximas orientales han sido en ocasiones caricaturizadas como sentimentalismo o gregarismo manipulable, sin embargo, en este caso de la crisis sanitaria de Hubei se han acreditado más bien, como muestra de sabiduría en la gestión de riesgos y recursos, así como de compromiso ciudadano. En España, más bien, según las máximas morales de “Fuenteovejuna, todos a una” y “mal de muchos, consuelo de tontos” se optó incomprensiblemente por permitir que un virus ya descontrolado en Madrid se expandiera hasta regiones apenas afectadas. Probablemente, este tipo de procederes no remiten a valores éticos de Occidente, sino más bien a la desorientación de un Gobierno que manejaba demasiados baremos morales y por eso no logró implantar medidas eficaces a tiempo. Esto se evidencia en la relativa buena gestión y previsión que se ha hecho en Alemania desde una ética política de relativa altura. La lección que Occidente puede aprender aquí de Oriente no es, fundamentalmente, pedir prestada una mentalidad colectivista que en buena medida es incompatible con sus referencias éticas, sino poder usar de la escucha humilde a quien estaba ya sabiendo contener la crisis epidémica.
Los cuatro años que hasta ahora he pasado entre Taiwán y China continental me han convencido de algo que, en un mundo globalizado, se empieza a tornar condición de supervivencia: Occidente tiene que aprender a aprender de Oriente, al igual que Oriente lo ha venido haciendo de Occidente desde hace un siglo y medio. Estos aprendizajes son siempre disruptivos, siempre incomodan o agitan. Para las gentes de Asia, el aprendizaje de Occidente ha sido algo más bien traumático hasta después de la II Guerra Mundial. La irrupción violenta de ingleses, franceses, estadounidenses, etc., a partir de 1840, o la versión orientalizada de una globalización occidental agresiva protagonizada por Japón en la primera mitad del s. XX, impactaron las culturas y civilizaciones asiáticas en una intensidad comparable a como lo hizo el Descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo en Europa. En una segunda fase, en los últimos 70 años, junto a algunos titubeos y resquemores, Occidente ha provocado, sobre todo, fascinación y aún hoy proporciona inspiración a las gentes de Asia y sus teleobjetivos ávidos de sorber el encanto de la cultura occidental. Hacer hincapié en la necesidad de aprender a aprender de Oriente no quiere decir aquí, tratar de copiar o importar otro modelo civilizatorio, porque es mucha la grandeza y belleza de Occidente e innegociables algunos de sus valores, sino lograr observar y aprender de lo que otros saben hacer mejor. En 2020 ha llegado para Occidente la hora de lograr aprender de lo que Oriente sabe hacer mejor.
El caso taiwanés es un caso muy exitoso de prevención pues a finales de abril de 2020 aún no han llegado a los 500 casos:
- Con respecto a la iniciativa del gobierno, se comenzó a testar a cualquier persona proveniente de Wuhan desde el mismo día en que China reportó a la OMS casos de un nuevo y desconocido coronavirus. Se prestó atención a los representantes de los centros de detección y a finales de enero se denegó el acceso a viajeros provenientes de zonas altamente epidémicas cinco días después del primer positivo de coronavirus en Taiwán. Desde entonces, a los taiwaneses se les permite regresar a la isla, pero se les pone en cuarentena 5 días en unas dependencias habilitadas al efecto cerca del aeropuerto y luego han de seguir 14 días más en la propia casa bajo control GPS recibiendo una media de cuatro llamadas al día desde diferentes autoridades locales y sanitarias que les preguntan por su temperatura y por eventuales síntomas; se dio orden a las televisiones de informar frecuentemente de la forma de prevenir higiénicamente el contagio; se hizo provisión extra de un remanente de material sanitario.
- El sentido ciudadano es clave: aunque solo sea como botón de muestra, en una entrevista realizada al director de un centro, el 95% de los padres hicieron caso a la recomendación de reportar la temperatura de sus hijos antes de dejarles en aquel colegio; casi todas las instituciones comenzaron a posibilitar el uso de termómetros ultrarrápidos en sus puertas que impedían el acceso de personas con fiebre y las residencias instalaron dispensadores de gel desinfectante a la entrada.
- Respecto a las medidas tecnológicas pueden reseñarse la medición de temperatura en los puertos de entrada al país, dato que se incorpora a un registro central donde el viajero informa al escanear un código QR sobre el itinerario de su viaje, unido a la posibilidad de declarar algún síntoma. Dichos datos pasan a un sistema de Inteligencia Artificial que va haciendo un mapeo de situación, casos y riesgos por zonas mientras dura la epidemia, así como un control obligatorio de no movilidad de casos en cuarentena.
Este último punto, esto es, el hecho de que la gente recibiese de buen grado el renunciar a parte de su privacidad por el bien colectivo, es, desde luego, controvertido éticamente. Puede que, como viene recordando agudamente Yuval Noah Harari, no estemos, en esta ocasión, ante un falso dilema al poner en la balanza derecho a la privacidad y a salud-seguridad. Pero, de nuevo, la riqueza que en este punto puede ofrecer a nivel global Occidente desde su tradición de los derechos y dignidad inalienables de la persona, no puede pretender imponerse sobre Oriente. Es aquí donde, como sugiere el Papa Francisco, el sano desorden en el encuentro entre la mejor tradición occidental y la cultura oriental puede revelarse más fecundo. Sin embargo, este encuentro libre de agendas ocultas provocado por el roce y la mutua persuasión, que debe siempre producirse más en encuentros interpersonales que en declaraciones institucionales, es contrario a la escalada de acusaciones a nivel geo-político a la que el mundo de 2020 asiste bajo la égida del decoupling. La actitud discreta (低调) no es solo una posibilidad para el avance ético de Oriente en lo que Occidente le puede aportar, sino que es la única vía. No percibir que las soflamas moralistas de Occidente –por mucha racionalidad que les asista- tienen el mismo efecto que meter el dedo en una llaga, es asumir ingenuamente que bajo las cicatrices que sobre el cuerpo social chino dejó el “siglo de la humillación” (1839-1949), no existe ya pus ni infección. Sin embargo, es haciendo memoria de esta herida como el actual gobierno chino obtiene mayor legitimidad ante sus conciudadanos. Si de lo que se trata es de ayudar a Oriente en su evolución democrática y moral, y no de buscar pretextos para la confrontación, Occidente ha de mirar primero a sus propias contradicciones y, al tiempo, ejercer una persuasión convincente a través de ciudadanos que irradian las ventajas de poder vivir desde la libertad de expresión. Si las gentes de Occidente renuncian a esta vía discreta del diálogo cultural persuasivo con personas de Oriente, lo que sucederá es que la confrontación les consumirá y acabarán ellos mismos sacrificando su amada libertad a la necesidad de protección que acaba conllevando la censura.
El estrago social y la devastación económica que va a provocar este microbio en Occidente, va a mostrar brutalmente el precio de la incapacidad para un tipo de diálogo que permitiría aprender cosas importantes de Oriente. ¿Quién estaba psicológicamente preparado entre las autoridades y ciudadanía occidentales para creer que de Oriente puede venir algo más útil para hacer frente a los retos propios? Todos somos responsables de esta debacle cuando nos sentimos culturalmente superiores y seremos sanadores de ella cuando nos interesemos por aprender sin prejuicios de lo que ciertos países y territorios asiáticos como China, Taiwán, Corea o Vietnam están sabiendo hacer. Porque lo que está pasando con la COVID-19 en EE. UU., Italia, Francia, España o Inglaterra, representa la incapacidad de una cultura para responder a un reto para el que Oriente sí parece estar preparado.
Ignacio Ramos Riera.*
Profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Pontificia Comillas (tachisj@comillas.edu)
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